domingo, 10 de enero de 2010

Comida para pensar, pensar sobre el comer



“Me viene a la cabeza una experiencia opuesta relacionada. En 1979 mientras trabajaba en Japón en un proyecto de la empresa de sonido de alta definición Lux Corporation, mi guia, un ejecutivo que no me dejaba nunca solo, me llevó a un restaurante muy modesto, situado debajo de un viaducto de ferrocarril en Osaka. Mi amigo me comentó que el cocinero era un maestro muy respetado. Había dos o tres personas cenando en unas mesas pequeñas y una barra vacía con taburetes donde nos sentamos. El maestro chef, un anciano sabio, estaba sentado en un taburete alto en una esquina sin hacer otra cosa que observar a un hombre más joven, que supuse que sería su hijo. Mi amigo y el cocinero joven comenzaron a hablar y llegaron al acuerdo de que comeriamos un pescado plano que nos acababa de mostrar. El cocinero deslizó levemente la afilada hoja de un cuchillo por la suave piel oscura dibujando meticulosamente líneas paralelas. Con cada corte diagonal, se desprendía una tira de piel que se enroscaba formando un bucle perfecto y que el cocinero colocaba cuidadosamente en un plato aparte. A continuación, el cuchillo levantó la carne incólume de cada lado dejando la espina perfectamente limpia e intacta. Cocinaron el pescado y nos lo comimos con gran placer.

Entretanto, se había unido a nosotros en la barra otro caballero que, después de una conversación con el cocinero, pidió su comida. Unos minutos después me dí cuenta de que a nuestro vecino le habían dado el plato que contenía los bucles crudos de la piel de nuestro pescado, sobre los que sentía ciertos derechos de propiedad. Le susurré a mi compañero: “Se está comiendo nuestra piel”. Y él me contestó: “Lo sé, es más cara que nuestro pescado”. Me quedé sin habla, pero mi amigo continúo y me preguntó si quería probar las espinas. Intrigado por esa oportunidad que se presenta una sola vez en la vida, acepté el reto. El prístino enrejado del esqueleto del pescado volvió a la barra. Le retiraron la columna vertebral con dos hábiles cortes, dejando al descubierto dos láminas de enrejado que luego el cocinero cortó en cuadraditos de espina de una pulgada. Los introdujo un instante en aceite muy caliente y los escurrió, consiguiendo unos bocados deliciosamente crujientes que se derretían en la boca como delicados copos de pasta.

Al día siguiente se celebró una espléndida fiesta para celebrar el cincuenta aniversario de la creación de Lux con la inauguración de un nuevo edificio que serviría como sede de la empresa. Al acontecimiento asistieron los ejecutivos de las empresas distribuidoras de Lux de todo el mundo, que habían volado hasta allí para la ocasión. El distinguido cocinero al que había conocido la noche anterior bajo el puente del ferrocarril fue el encargado de elaborar un sushi exquisito y de actuar como maestro de ceremonias para los cientos de invitados. Ya no permanecía en silencio y, vestido con un traje tradicional, me saludó cordialmente. Coger esas frágiles creaciones que parecían flores, tan diferentes de las ofrendas puristas de la noche anterior, y destrozarlas en un instante con un cruel mordisco era casi un sacrilegio.

Mi encuentro con un pescado bajo un viaducto del ferrocarril en Osaka, en un restaurante poco atractivo con un aire de singularidad ascética y poca pureza, nos aleja mucho del sensual lujo de elBulli. El concepto de Ferran Adriá de la comida, a pesar de estar íntimamente relacionado con la gastronomía japonesa, posee una cierta anarquía catalana que le confiere singularidad. Lo que elBulli tiene en común con un noble restaurante japonés es su motivación estética, su ambición de proporcionar una fascinación similar a la que se obtiene observando un gran cuado, escuchando una suite de violonchelo de Bach o leyendo un soneto de Shakespeare.

Un maestro de la cocina debe diseñar, componer, imaginar y representar una secuencia de sensaciones gustativas que provoquen una fascinación similar, pero la naturaleza efímera de la comida impone una desventaja importante. Una gran comida se prepara, se presenta y se consume: únicamente pervive como recuerdo, ya que los restos de la experiencia sufren ignominioso final. No hay ninguna partitura, ningún pigmento en un lienzo, ninguna página de texto que pueda disfrutarse en repetidas ocasiones, tan sólo un menú, un recuerdo para domostrar que la experiencia no fue un producto de la imaginación”

1 comentario:

MIBLOGDEPINTXOS dijo...

me ha encantado la historia de Osaka y me resultado muy interesasnte la reflexión puesto que es un poco lo que me gustaría conseguir cuando creo algún plato...que el que lo vaya a comer, piense que está comiendo, qué recuerdos le trae, qué contendrá, cómo se habrá hecho...y que su satisfacción no provenga solo de saciar lo que puramente es el hambre, sino la necesidad que tiene el ser humano de conocimiento y de enriquecimiento personal que proviene de muy diferentes lugares.
Gracias por el ameno relato
un saludo